Nadie que los viera al pasar pensaría que allí hay algo. Ni oculto ni a simple vista. Nada fuera de lo cotidiano de alguna charla, un buenos-días o incluso un hasta-luego. Nada que no hiciera una persona educada y sencilla que se cruza con otra igualmente educada y sencilla.
Nadie que los viera al pasar sabría que él actúa la calma sólo frente a ella; que fuerza sus pasos para imitar la velocidad en la que ella flota, suspendida en una levedad irreal; que piensa frases ingeniosas cada noche para decírselas a ella, evitando el martirio del silencio que es violento para sus propósitos de hacerla sonreír.
Nadie presta atención al momento en que ella levanta la cabeza para que sus ojos ganen altura y puedan, a la fuerza, coincidir con los de él. De otra forma se quedarían a vivir en la imagen de sus labios, modulando en cámara lenta exclamaciones exageradas en oraciones que ella sabe que él inventa a propósito, para hacerla sonreír.
Nadie que los viera al pasar, saludándose en lo que bien podría ser un encuentro fortuito entre dos personas cuyos trayectos hicieron el favor de coincidir, apreciaría el detalle microscópico de sus manos arqueándose, adoptando forma de cuencos, al solo efecto de rozar los dedos ajenos, retirándose urgentes en una huida teatral si un ruido amenaza la burbuja.
Nadie nunca presta atención al brillo, al silencio, a la ingravidez que los detiene en un tiempo mínimo.
Él piensa y espera. Ella deja caer las sonrisas que él necesita para acercarse. Él deja de pestañear. Ella lo imita. Nadie presta atención y por eso ellos se animan. Porque si nadie los ve no es real, y si no existe, no se puede arruinar.
EscriArte 