Llueve sin descanso desde hace días. No sé cuántos porque el temporal no permite que el amanecer ocurra, y si este no sucede no hay necesidad de que anochezca. Cada unidad de tiempo es un bloque espacioso y vacío interrumpido por el hambre. El primer lapso abarca desde el despertar, sea cuando eso sea, desde el desayuno, si uno se decide a desayunar, hasta el almuerzo, determinado por el primer temblor estomacal del día, ese que se siente fuerte y un poco te reacomoda el pulso. El segundo va desde la sobremesa hasta un momento un poco más difuso, que a veces ocurre y otras se ignora, debido a la atención que justo uno le esté prestando a otro asunto, y tiene que ver con la necesidad de consumir algo caliente, o salado, o dulce, o fresco. Un tentempié, un aperitivo, algo que de tiempo a preparar el bocado sustancioso que pertenece al siguiente bloque, el de la cena. Por último viene el tiempo de esperar a que el sueño llegue, si llega, para dedicarse a dormir. Así suceden los días sin métrica, sin control aparente de las distancias entre el sol y la luna.
Al principio, este paréntesis de tiempo sin tiempo se presentó auspicioso. A todos nos desbordaba una sensación de vacaciones ofrecidas sin pedir, licencias regaladas, un compilado de fines de semana enganchados con feriados y días no laborables. Un mega mix, de esos que se grababan en cassettes y se regalaban para los cumpleaños, llenos de canciones radiales, días de playa, noches de calor que de pronto refrescaban mientras te tomas una cerveza sentado en el cordón de la vereda, con las piernas estiradas hacia adelante y una mano atrás, haciendo de apoyo reclinable, el olor metálico del adoquín. Era un tiempo que se abría ante nosotros en toda su gloria espontánea, del que podíamos hacer uso libre y gratuito mientras esperábamos a que los de arriba solucionen el problema. Un tiempo definido, definible, determinado por un principio y un final.
Llueve sin descanso y hace que el adentro se vuelva más adentro que nunca, un adentro sin patio, ni vereda, sin umbral. Un adentro que constituye toda la realidad y acaso se transforma también en un afuera, a partir del cual, uno debe procurarse nuevos interiores. El cubículo de la ducha, por ejemplo, donde algunas noches me encierro a tomar vino, aprovechando que las lágrimas quedan disimuladas entre el agua que cae desde el duchador. Pasado un rato, si me canso, o me arrugo, o se acaba la botella, salgo gateando, chorreando, paseando un nudismo que nadie atiende hasta una cama que se inunda de mí y ahí quedo, temblando, tiritando de frío, hasta que se me ocurre taparme y jugar a imaginar que puedo dormir.
Primera entrega de relatos breves, coleccionables.